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Tras un día de camino para encontrar al hijo que
regresaba del colegio después de algunos años de ausencia, el padre tuvo el
primer disgusto. Apenas se habían saludado, el muchacho en lugar de preguntar
por su madre, por los hermanos o al menos por la abuela, ansiosamente le dijo:
—Padre, ¿y el burro canelo?
—El burro canelo… se murió de roña, de garrapatas y de
viejo.
Al muchacho se le habían olvidado costumbres y hasta los
nombres de las cosas que lo rodearon desde que nació. ¡Cómo era posible que
para montar pusiera en el estribo el pie derecho! Pero el asombro del padre fue
mayor cuando el chico preguntó con gran curiosidad si aquello era trigo o arroz
al pasar junto a unos campos sembrados de maíz.
Mientras el muchacho descansaba, el padre sorprendido y
triste informó a su esposa lo ocurrido. La madre no quiso darle mucho crédito,
pero cuando llegó la hora de la cena, la mujer sintió el mismo desencanto. El
muchacho solo hablaba de la ciudad. Uno de sus maestros le había dicho que el
jorongo se llamaba “clámide”, y el huarache, el sufrido huarache del arriero,
se le llama “coturno”.
La madre había preparado para su hijo querido lo que más
le gustaba: atole de maíz tierno, con piloncillo y canela. Cuando se lo sirvió,
caliente y oloroso, el hijo hizo la más absurda pregunta de cuantas había
hecho:
—Madre, ¿cómo se llama esto?
Y mientras esperaba la respuesta se puso a menear el
atole con un circular ir y venir de la cuchara.
—Al menos, si has olvidado el nombre, no has olvidado el
meneadillo —dijo la madre suspirando.