Bienvenidos a Top de Relatos....

lunes, 26 de junio de 2017

Ordeña....


Resultado de imagen para ordeña

Mamá estaba ordeñando en el establo cuando Perico llegó del Colegio de Bachilleres. No era común verlo a esas horas, ya que salía de clases a las ocho de la noche y apenas eran las seis de la tarde. Pero mamá no le preguntó nada; si salió temprano sería porque no tuvo clases. Cuando Perico llegaba a la hora normal, la encontraba sentada en la cocina zurciendo calcetines o medias de futbol de él con un huevo de madera. El muchacho se acomodaba en una silla en el rincón más cercano al calor de la estufa.
Mamá le preguntaba por los estudios y se levantaba a servirle café, y él se ponía a hablar de sus maestros, de sus amigos ricos y de las muchachas de moda, del carro que iba a comprar ahora que fuera licenciado, de los lugares adonde la iba a llevar a pasear, de la casa que le iba a construir… Mamá lo escuchaba ávida de sus palabras, rebosante de orgullo, dando gracias a Dios que le había dado un hijo tan tesonero.
—Vas a llegar muy alto Perico —le decía.
zurciendo calcetines
Lo acompañaba a estudiar hasta tarde, cabeceando, nomás por el gusto de estar con él y para que a él no le diera sueño. Así lo había acompañado desde que murió papá. Sacaba sus cigarros Casinos y encendía uno en la flama de la estufa. —Vacía esta cubeta en el bote grande —le dijo sin mirarlo, resignada a tener que hacerlo por sí misma. A Perico no le gustaba ensuciarse en el establo ni ayudar en nada. Mamá lo dejaba flojear porque al cabo no iba a dedicarse a eso. Sin embargo esta vez Perico le dijo que sí; puso sus libros en un banquito de ordeña y recibió la cubeta llena de leche. Luego, mientras ella volvía a llenarla, quitó sus libros del banquito y se sentó en él.
—Mamá —le dijo.
Ella no le contestó, pero el muchacho se dio cuenta de que le había oído.
—Mamá, ¿no le gustaría enseñarme a ordeñar?
Ella no le contestó. Siguió haciendo su trabajo. Perico se sintió incómodo y volteó para otro lado. Pasando las bardas el monte comenzaba a ensombrecerse.
—Mamá, quiero hablar con usted en serio. ¿No le gustaría que yo le ayudara con las vacas? Es mucho trabajo pa usté sola.
Ella le pasó otra vez la cubeta llena de leche y, cuando el muchacho se la devolvió, le dijo:
—Órale pues, ayúdame. Llévate esta vaca al corral y tráeme la otra. Me la amarras aquí mismo.
Perico hubiera querido no empezar tan pronto, pero obedeció. Mamá pensó que ya era mucho comedimiento, viniendo de él.
—¿Quieres que te dé dinero?
—No, mamá, si fuera eso se lo hubiera pedido luego.
—Entonces, ¿qué mosca te picó?
—Quiero ayudarle, ma.
—Ya me ayudarás cuando termines tu carrera. Te voy a dar un cinturón que era de tu papá pa que me lo rellenes de oro.
—Uuh, ma, con una carrera no se hace uno rico.
A mamá empezó a cambiarle la cara. Perico tenía las rodillas cubiertas de moscas verdes, y los zapatos, esmeradamente boleados por la mañana, se los había ensuciado de estiércol.
—¿De veras es para usté tan importante que yo estudie?.
Perico no pudo aguantarse más las ganas de fumar y sacó un cigarro. Iba a encenderlo cuando mamá se lo botó de un manazo.
—Delante de mí no fumas.
—Mamá, ni me está haciendo caso. Le pregunté que si es tan importante para usté que yo estudie una carrera.
—Para eso trabajo como mula en lugar de que trabajes tú.
—Por eso ya le dije que le quiero ayudar.
—¿Dejando la escuela?
—Yo no he dicho que la voy a dejar.
—Ah, bueno —mamá volvió a su tarea, que había interrumpido para prestarle atención a su hijo.
—Ya vete p’allá adentro que no me dejas acabar, ándale.
—Pérese ma, yo tampoco todavía no acabo.
El sol ya casi pegaba, a lo lejos, con unos cerros sarnosos que decían en enormes letras de cal Ixmiquilpan con el PRI.
—¿A usté le cái bien Araceli?
—Es buena muchacha, nomás que no me gusta su familia: son borrachos y peleoneros todos.
—Pero ella, ¿le gusta a usté para mí?
—Pues si tú la quieres… —le dio la cubeta llena de leche— Al fin nomás es tu novia. No te has de casar con ella.
—¿Y si sí? —Perico se tapó la boca.
—Si sí, tendrás que esperarte hasta que acabes tu carrera. Antes no. Porque yo no voy a mantener a tu mujer aparte de mantenerte a ti. Aunque quisiera. No recojo el dinero con la pala.
Perico se quedó callado, sin saber cómo seguir, rascándose el mezquino que le había salido en un dedo por señalar el arcoiris.
atardecer en el rancho
—Deja de estar pensando cosas. Ora que te recibas te van a sobrar chamacas. Las mujeres nomás ven el anillo del profesionista y luego se les van los ojos.
Perico hubiera querido terminar de decirle todo, mas el tiempo no le alcanzó. Una camioneta que traía ya las luces encendidas entró al rancho y se detuvo frente a ellos. Perico tragó saliva cuando vio bajar al padre y al hermano mayor de Araceli, los dos con sombrero, con patillas y bigotes.

El padre se adelantó hacia mamá, descubriéndose, y el hermano bajó a la fuerza a Araceli.

La Jaula de la tía Enedina....


jaula-de-pajaros

Desde que tenía ocho años  me mandaban llevarle la comida a mi tía Enedina, la loca. Según mi madre, enloqueció de soledad. Tía Enedina vivía en el cuarto de trebejos que está al fondo del traspatio. Conforme me acostumbraron a que yo le llevara sus alimentos, nadie volvió a visitarlos, ni siquiera tenían curiosidad por ella. Yo también les daba de comer a las gallinas y a los marranos. Por éstos sí me preguntaban, y con sumo interés. Era importante para ellos saber cómo iba la engorda, en cambio, a nadie le interesaba que tía Enedina se consumiera poco a poco. Así eran las cosas, así fueron siempre, así me hice hombre, en la diaria tarea de llevarles comida a los animales y a la tía.
Ahora tengo 19 años y nada ha cambiado. A la tía Enedina nadie la quiere. A mí tampoco, porque soy negro. Mi madre nunca me ha dado un beso y mi padre niega que soy hijo suyo. Goyita, la vieja cocinera, es la única que habla conmigo. Ella me dice que mi piel es negra porque nací aquel día del eclipse, cuando todo se puso oscuro y los perros aullaron. Por ella he aprendido a comprender la razón por la que no me quieren. Piensan que al igual que el eclipse, yo le quito la luz a la gente. Goyita es abierta, hablantina y me cuenta muchas cosas, entre ellas, cómo fue que enloqueció mi tía Enedina.
Dice que estaba a punto de casarse y en la víspera de su boda un hombre sucio y harapiento tocó a la puerta preguntando por ella. Le auguró que su novio no se presentaría a la iglesia y que para siempre sería una mujer soltera. Compadecido de su futuro le regaló una enorme jaula de latón para que en su vez se consolara cuidando canarios. Nunca se supo si aquel hombre que se fue sin dar más detalles era un enviado de Dios o del diablo.
Tal como se lo pronosticó aquel extraño, su prometido, sin aclaración alguna desertó de contraer nupcias, y mi tía Enedina, bajo el desconcierto y la inútil espera, enloqueció de soledad. Goyita me cuenta que así fueron las cosas y deben de haber sido así. Tía Enedina vive con su jaula y con su sueño: tener un canario. Cuando voy a verla es lo único que me pide, y en todos estos años yo no he podido llevárselo. En casa a mí no me dan dinero. El pajarero de la plaza no ha querido regalarme uno, y el día que le robé el suyo a doña Ruperta por poco me cuesta la vida. Lo escondí en una caja de zapatos, me descubrieron y a golpes me obligaron a devolvérselo.
La verdad, a mí me da mucha lástima la tía, y como no he podido llevarle su canario, decidí darle caricias. Entré al cuarto…ella, acostumbrada a la oscuridad, se movía de un lado para otro. Se dio cuenta que su agilidad huidiza fue para mí fascinante. Apenas podía distinguirla, ya subiéndose a los muebles o encaramándose en un montón de periódicos. Parecía una rata gris metiéndose entre la chatarra. Se subía sobre la jaula y se mecía con un balanceo algo más que triste. Era muy semejante a una de esas arañas grandes y zancudas de pancita pequeña y patas largas.
A tientas, entre tumbos y tropezones comencé a perseguirla. Qué difícil me fue atraparla. Estaba sucia y apestosa. Su rostro tenía una gran similitud con la imagen de la Santa Leprosa de la capilla de San Lázaro; huesuda, cadavérica, con un Dios adentro que se gana mediante la conformidad. No fue fácil hacerle el amor. Me enredaba en los hilachos de su vestido de organdí, pero me las arreglé bien para estar con ella. Todo a cambio de un canario que por más empeño que puse no podía regalarle.
Después de aquella amorosidad, cada vez que llegaba con sus alimentos, sacaba la mano de uñas largas en busca de mi contacto. Llegué a entrar repetidas veces, pero eso comenzó a fastidiarme. Tía Enedina me lastimaba, incrustando en mi piel sus uñas, mordiendo, y sus huesos afilados, puntiagudos, se encajaban en mi carne. Así que decidí buscar la manera de darle un canario costara lo que costara.
Han pasado ya tres meses que no entro al cuarto. Le hablo de mi promesa y ella ríe como un ratón, babea y pega de saltos. Me pide alpiste. Posiblemente quiere asegurar el alimento del prometido canario. Todos los días le llevo un poco de ese que compra Goyita para su jilguero.
Ha transcurrido más de un año y lo del canario parece imposible. Me duele comunicarle tal desesperanza, tampoco quiero hacerle de nuevo el amor. Le he propuesto a cambio de caricias y canario, el jilguero de Goyita. Salta ríe, mueve negativamente la cabeza. Parece no desear más tener un pájaro, sin embargo insiste en los puños diarios de alpiste que le llevo. Cosas de su locura, el dorado de las semillas debe en mucho regocijarla.
Me sentí demasiado solo, tanto que decidí volver a entrar al oscuro aposento de la tía Enedina. Desde aquellos días en que yo le hacía el amor, han pasado ya dos años. A ella la he notado más calmada, puedo decir que vive en mansedumbre. Pensé que ya no me arañaría. Por eso entré, a causa de mi soledad y de haberla notado apacible.
Ya adentro del cuarto, quise hacerle el amor pero ella se encaramó en la jaula. Motivado por mi apetito de caricias, esperé largo rato, tiempo en el que me fui acostumbrando a la penumbra. Fue entonces cuando dentro de la jaula, pude ver dos niñitos gemelos, escuálidos, albinos. Tía Enedina los contemplaba con ternura y felizmente, como pájara, les daba el diminuto alimento.
Mis hijos, flacos, dementes, comían alpiste y trinaban…

miércoles, 4 de enero de 2017

Pelos...




madre! ¡Me ha salido un pelo! -dijo el pequeño surubí.
En efecto, una mañana de junio de mil novecientos y pico, un jovencísimo surubí que nadaba como todos los días en el Río de la Plata se descubrió un pelo en la cabeza.
La madre se sorprendió bastante porque -ya se sabe- los peces no tienen pelos. Pero como hacen todas las madres, enseguida lo mandó a peinarse y listo.
Así empezó la mayor rareza de la historia peluda y acuática.
Porque ese pelo era apenas el principio de muchos otros pelos que vendrían. Y no sólo para el surubí, sino para todos los demás peces del río.
La causa era bien simple:
El marinero de un remolcador había volcado en el agua, por accidente, un frasco de tónico capilar.
El pobre ni se imaginó las novedades que eso iba a producir en el fondo del río.
A los sábalos les salió una melena enrulada. A los dorados, una cabellera larga y lacia.
Los patíes y los pejerreyes empezaron a peinarse con flequillo. Al principio se sentían raros con la nueva facha, pero después todo el mundo estaba encantado con sus pelos.
Las hijas más chicas de una familia de dientudos salían de paseo con trenzas.
Las palometas y las viejas se hicieron la permanente.
Nadie hablaba de otra cosa.
-¡Qué bien te queda el brushing, Ernestina! -le decía una boga a su amiga-. Yo hoy tengo el pelo horrible con tanta humedad.
Y también:
-¡Papá, quedé ciego!
-No, nene. Es el pelo que no te deja ver -protestaba el pacú-Ñata-, ¿a este chico lo dejan entrar así a la escuela?
En cada esquina había una peluquería. Y en cada peluquería los peces se ondulaban, se alisaban, se cortaban, se estiraban, se teñían, se afeitaban, todo mientras leían revistas.
Entre los juncos crecieron grandes fábricas de peines, peinetas y gorras de baño; de champúes y fijadores; de vinchas, hebillas y secadores de pelo.
Pero nada dura en esta vida…
Y un día todo terminó como había empezado.
Una señora que volvía del Delta en una lancha colectivo dejó caer en el agua un frasco de crema para depilarse. Destapado, el frasco. Y así fue como los hermosos pelos empezaron a desprenderse de las cabezas.
Primero vinieron las calvicies y, poco a poco, avanzó la peladez.
El disgusto de los peces fue enorme. Era lógico: habituados ya a sus melenas, se veían feos sin ellas.
Y no había peluca que parara semejante desastre.
Muchos, para disimular, se raparon la cabeza y se hicieron punkies o cantantes de rock pesado.
El único que conservó restos de la era pelosa fue el bagre, que aún hoy tiene bigotes.
Así, los peces volvieron a ser como han sido siempre: calvos como huevos.
Pero todavía hoy siguen sin entender qué les pasó y por qué los pelos son cosas que aparecen y desaparecen tan locamente.
Por eso, para evitarles problemas, es mejor no tirar cosas raras al río.