Yo era frondoso y erguido, yo estaba colocado sobre una rivera; yo era un árbol. Cerca de la orilla estaban aferradas las puntas de mis raíces; a lo alto, las ramas en la copa tupida mueven las hojas, incansablemente. Los nidos de los pájaros colgaban en mis costados. En la vertiente rumoreaba el helado río del piemonte. Ningún caminante se animaba hasta estos momentos pasar por aquí, el árbol no figuraba aún en ningún croquis. Así yo yacía y esperaba, debía esperar. Todo árbol que se haya plantado alguna vez, puede dejar de ser árbol sin talarse.
Fue una vez por la mañana – no sé si el lunes o el jueves -, mis pensamientos siempre estaban confusos, daban vueltas en mi sabia; hacia esa mañana de primavera; cuando el caudal del río era turbulento, escuché los pasos de una niña. A mí, a mi derecha. Aquiétate árbol, ponte derecho, rama sin hojas, sostén al viejo columpio que te ha sido confiado. Cuelgan rígidos los dos mecates de su asiento; si se columpia, date a conocer y, como un viento de la rivera, colúmpiala en tu rama firme.
Llegó y se monto en el columpio, luego se sujeto con sus manitas de los dos mecates del viejo columpio y comenzó a columpiarse sobre mi rama. La punta de sus zapaticos negros rozo mi tronco anidado y los mantuvo un largo rato ahí, mientras miraba probablemente con ojos inquietos a su alrededor. Fue entonces – Yo soñaba tras ella sobre el camino y el campo – que se balanceo moviéndose con ambos piececitos en mitad de mi cuerpo. Me estremecí en medio de un acompasado movimiento, admirado de lo que pasaba. ¿Quién era? ¿Una niña? ¿Un pedacito de cielo? ¿Un sueño hecho realidad? ¿Un inquieto ángel? ¿Un amante de la naturaleza? ¿Una naturista? Me volví para poder verla. ¡El árbol se inclino! No había terminado de inclinarme, cuando ya arreciaba el viento, me inclinaba cada vez más hacia la izquierda, y ya mis raíces estaban desgarradas y mi tronco flotando en las aguas del río que siempre me habían mirado tan apaciblemente desde su inmenso caudal.
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