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miércoles, 13 de julio de 2011

El árbol...



Yo era frondoso y erguido, yo estaba colocado sobre una rivera; yo era un árbol. Cerca de la orilla estaban aferradas las puntas de mis raíces; a lo alto, las ramas en la copa tupida mueven las hojas, incansablemente. Los nidos de los pájaros colgaban en mis costados. En la vertiente rumoreaba el helado río del piemonte. Ningún caminante se animaba hasta estos momentos pasar por aquí, el árbol no figuraba aún en ningún croquis. Así yo yacía y esperaba, debía esperar. Todo árbol que se haya plantado alguna vez, puede dejar de ser árbol sin talarse.

Fue una vez por la mañana – no sé si el lunes o el jueves -, mis pensamientos siempre estaban confusos, daban vueltas en mi sabia; hacia esa mañana de primavera; cuando el caudal del río era turbulento, escuché los pasos de una niña. A mí, a mi derecha. Aquiétate árbol, ponte derecho, rama sin hojas, sostén al viejo columpio que te ha sido confiado. Cuelgan rígidos los dos mecates de su asiento; si se columpia, date a conocer y, como un viento de la rivera, colúmpiala en tu rama firme.

Llegó y se monto en el columpio, luego se sujeto con sus manitas de los dos mecates del viejo columpio y comenzó a columpiarse sobre mi rama. La punta de sus zapaticos negros rozo mi tronco anidado y los mantuvo un largo rato ahí, mientras miraba probablemente con ojos inquietos a su alrededor. Fue entonces – Yo soñaba tras ella sobre el camino y el campo – que se balanceo  moviéndose con ambos piececitos en mitad de mi cuerpo. Me estremecí en medio de un acompasado movimiento, admirado de lo que pasaba. ¿Quién era? ¿Una niña? ¿Un pedacito de cielo? ¿Un sueño hecho realidad? ¿Un inquieto ángel? ¿Un amante de la naturaleza? ¿Una naturista? Me volví para poder verla. ¡El árbol se inclino! No había terminado de inclinarme, cuando ya arreciaba el viento, me inclinaba cada vez más hacia la izquierda, y ya mis raíces estaban desgarradas y mi tronco flotando en las aguas del río que siempre me habían mirado tan apaciblemente desde su inmenso caudal.

martes, 22 de marzo de 2011

La vaca de las patas feas...



     Antes que despierte el día, el becerro se acomoda. El toro sube al potrero. La vaca va al río. El becerrito sigue durmiendo al pie del Jabillo.

    Papá toro estudia un nuevo pasto para el día, mientras oye silbar la brisa en sus orejas. Mamá vaca se mira en el espejo del agua, se lava el hocico, eriza el moteado pelaje, cepilla el blanco delantal, mira al esposo.

-         Vamos – ordena éste a la familia.
-         Despierta, niño – dice la madre al becerrito.- Es la hora de andar.

   ¡Qué delicioso es recorrer la sabana, fresca de rocío, olorosa a mastranto, mientras la aurora toca la puerta del llano! Grama tierna, hojas de guayabito y legumbres  es el rico menú de hoy. Ya no hay leche para el becerrito brincón.  Está muy crecido. 

   ¡Vida dichosa! Así, todos los días… Y, después, la siesta sabrosa, rumiando solitos en el pasto.

   Pero hay días de susto, días de terror. Días peores que las noches rasgadas por los aullidos de los lobos. Son días de quema: días en que todo es correr afanoso, con humo que ofusca la vista y sofoca el respirar. Tardes como la de hoy, en que cada hierba es una llama: Todos los animales huyen, la paraulata llora la destrucción de su nido y el morrocoy, agotado, se rinde… Pero los ganados corren, se ponen a salvo: rapidísimo el papá, rápido el becerro, lenta y fatigada la mamá…

  Han llegado a orillas del río y apagan el ardor de la carrera. La madre se refrigera; mira su rostro desfigurado en el agua; descansa; luego, coqueta, se arregla. El becerrito la mira…

  - Eres linda, mamá. Toda linda, pero no así tus patas, peladas y torpes. Por culpa de ellas, casi la candela te agarra. Mamá, ¡qué patas llagosas tienes!

  - Tienes razón, hijo – Contesto tristemente la madre-. Anda a descansar con papá.
    A la sombra de un Jabillo, el padre lo ha escuchado todo.

    - Oye – le dice al becerrito -, quiero contarte una cosa. Una vez había un becerrito, dormilón como él sólo, que todavía no sabía correr. Su madre lo dejaba, oculto en un mogote y salía a pastar. Una tarde de Febrero se incendio la sabana y todo ardió como hoy. La vaca corría como el viento, más rápida que yo; pero no quería huir: Tenía que salvar a su hijo. ¡Pobre chiquillo! Entre él y la madre se había levantado una gruesa cortina de fuego. Sin pensarlo dos veces, la vaca valiente arrancó y cruzó por las llamas. Salió al otro lado, pero con la candela prendida en sus patas. Llegó a donde estaba el becerrito y lo sacudió… antes que lo despertaran las llamas.

   El pequeño, entonces, echó a correr tras la madre y pronto, llegaron los dos a la orilla del río. La madre entró al agua y le pareció sentirse aliviada. Sólo fue una impresión, sus patas llenas de quemaduras, habían quedado contraídas y llagosas para siempre. 

Entonces miró al hijito y, ocultando su dolor, le sonrió: estaba a salvo para ella. Pero, luego, el becerrito se olvidó de eso… y creció, creció…

  - No sigas -, papá – exclamó el becerrito, interrumpiendo el relato. Y corrió al lado de la madre, que estaba entregando sus lágrimas al río.

 - Mamá – le dijo -, no es verdad que eres lenta… no es verdad que tienes las patas feas…

   Y comenzó a lamerle las cicatrices de las patas que lo habían salvado.

viernes, 18 de marzo de 2011

Agonía



Todo ocurrió de manera tan brusca, que no tuve tiempo de cerciorarme. En la puerta del edificio me despedí de Mariela, con ese beso de cariño y jubilo de todos los días. Caminé por la acera un largo rato. Cuando me detuve, pise sin mirar una alcantarilla y sólo me hundí en el vacío. Fui a caer dentro de un drenaje de agua sucia y me hundí lentamente en esa agua turbia. Nadie vino a socorrerme a pesar de los gritos; sin embargo, al final de todo, vi arriba a un fotógrafo que parecía divertirse mucho con mi accidente y tomaba la que sería mi última fotografía como un reportaje.