Al anochecer, sentado en
la silla de mimbre, Mario creyó ver una extraña silueta, oscura, volátil y
alargada andando en dirección al callejón. Aquel mal presagio le hizo recordar
su propia muerte. Se levantó con calma y entró en la bodega. Y con gesto firme,
en el que se notaba, sin embargo, cierta resignación, agarro la pistola.
En una moto negra, por el
estrecho callejón paralelo a la plaza, avanzaba la muerte en una frenética y
casi estrepitosa carrera. Mario, desde el porche, reconoció la silueta del
enemigo. Se oculto detrás de la baranda, aprontó la pistola y fijo la mirada en
el corazón de piedra del sujeto. Moto y delincuente cruzaron la línea
imaginaria del callejón. Y Mario, que había aguardado desde siempre ese
momento, disparó. La moto se coleo en seco, y el delincuente, con el pecho perforado, abrió los brazos, se dobló sobre sí
mismo y cayó a la acera mordiendo el polvo acumulado en la cuneta.
El disparo interrumpió
nuestras labores rutinarias, se escucho en el viento cubriendo de presagios
nuestros corazones. Salimos al callejón y, como si hubiéramos establecido un acuerdo
previo, todos rodeamos a la víctima. Mi vecino se aparto del grupo, se quito la
chaqueta, e inclinado sobre el cuerpo aún caliente de aquel desconocido, lo
volteo de cara al cielo. Entonces vimos, alumbrado por los reflejos ámbar del
poste de luz, el rostro sereno y sin vida de Mario.
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