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viernes, 30 de diciembre de 2016

EL AMIGO DEL AGUA.....


piano

El señor Algaroti vivía solo. Pasaba sus días entre pianos en venta, que por lo visto nadie compraba, en un local de la calle Bartolomé Mitre. A la una de la tarde y a las nueve de la noche, en una cocinita empotrada en la pared, preparaba el almuerzo y la cena que a su debido tiempo comía con desgano. A las once de la noche, en un cuarto sin ventanas, en el fondo del local, se acostaba en un catre en el que dormía, o no, hasta las siete. A esa hora desayunaba con mate amargo y poco después limpiaba el local, se bañaba, se rasuraba, levantaba la cortina metálica de la vidriera y sentado en un sillón, cuyo filoso respaldo dolorosamente se hendía en su columna vertebral, pasaba otro día a la espera de improbables clientes.
Acaso hubiera una ventaja en esa vida desocupada; acaso le diera tiempo al señor Algaroti para fijar la atención en cosas que para otros pasan inadvertidas. Por ejemplo, en los murmullos del agua que cae de la canilla al lavatorio. La idea de que el agua estuviera formulando palabras le parecía, desde luego, absurda. No por ello dejó de prestar atención y descubrió entonces que el agua le decía: “Gracias por escucharme”. Sin poder creer lo que estaba oyendo, aún oyó estas palabras: “Quiero decirle algo que le será útil”. A cada rato, apoyado en el lavatorio, abría la canilla. Aconsejado por el agua llevó, como por un sueño, una vida triunfal. Se cumplían sus deseos más descabellados, ganó dinero en cantidades enormes, fue un hombre mimado por la suerte. Una noche, en una fiesta, una muchacha locamente enamorada lo abrazó y cubrió de besos. El agua le previno: “Soy celosa. Tendrás que elegir entre esa mujer y yo”. Se casó con la muchacha. El agua no volvió a hablarle.
Por una serie de equivocadas decisiones, perdió todo lo que había ganado, se hundió en la miseria, la mujer lo abandonó. Aunque por aquel tiempo ya se había cansado de ella, el señor Algaroti estuvo muy abatido. Se acordó entonces de su amiga y protectora, el agua, y repetidas veces la escuchó en vano mientras caía de la canilla al lavatorio. Por fin llegó un día en que, esperanzado, creyó que el agua le hablaba. No se equivocó. Pudo oír que el agua le decía: “No te perdono lo que pasó con aquella mujer. Yo te previne que soy celosa. Esta es la última vez que te hablo”.

Como estaba arruinado, quiso vender el local de la calle Bartolomé Mitre. No lo consiguió. Retomó, pues, la vida de antes. Pasó los días esperando clientes que no llegaban, sentado entre pianos, en el sillón cuyo filoso respaldo se hendía en su columna vertebral. No niego que de vez en cuando se levantara para ir hasta el lavatorio y escuchar, inútilmente, el agua que soltaba la canilla abierta.

La mano.....

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A los pocos días de entrar en la fábrica, cuando pasaba para ir al baño, oyó que algunas compañeras murmuraban y del murmullo le quedó el desprecio: – La leprosa.
Por su mano enguantada, la que durante años anteriores al guante supo esconder en la espalda o en la falda o en la nuca de algún compañero de baile. No era lepra, no había caído ningún dedo y la intermitente picazón desaparecía pronto con el ungüento recetado. Pero era su mano enferma, a veces roja, otras con escamas blancas, era su mano y ya era costumbre quererla y mimarla como a un hijo débil, desvalido, que exigía un exceso de cariño.
Dermatitis, había dicho el médico del Seguro. Era un hombre tranquilo, con anteojos de vidrios muy gruesos. “Le dirán muchas palabras y le recetarán nombres raros. Pero nadie sabe nada de eso para curarla. Para mí, no es contagioso. Y hasta diría que es psíquico”.
Y ella pensó que el viejo tenía razón porque, sin ser enana, su altura no correspondía a su edad; y su cara no llegaba a la fealdad, se detenía en lo vulgar, chata, redonda, ojos tan pequeños que su color desteñido no lograba mostrarse.

Así que para el baile de fin de año que ofreció el dueño de la fábrica para que los asalariados olvidaran por un tiempo sus salarios, consiguió comprarse un par de guantes que escondían las manos y trepaban hasta los codos.
Pero por miedo o desinterés nadie se acercó a invitarla a bailar y pasó la noche sentada y mirando.
Al amanecer, ya en su casa, tiró los largos guantes a un rincón y se desnudó, se lavó una y otra vez la mano enferma y en la cama, antes de apagar la luz, la estuvo sonriendo y besando. Y es posible que dijera en voz baja las ternuras y los apodos cariñosos que estuvo pensando.
Se acomodó para el sueño y la mano, obediente y agradecida, fue resbalando por el vientre, acarició el vello y luego avanzó dos dedos para ahuyentar la desgracia y acompañar y provocar la dicha que le estaban dando.

sábado, 23 de abril de 2016

Espantos de Agosto....


Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar. 

– Menos mal – dijo ella – porque en esa casa espantan. 

Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos de1 medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente. 

Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo. 

– El más grande – sentenció – fue Ludovico. 

Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor. 

El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico. 

Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio. 

Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar. 

Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no. 

Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el más apacible de los inocentes. Qué tontería – me dije –, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos. Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.

La Historia se repite....

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Cuando éramos niños esperábamos ilusionados la Nochebuena.

Redactábamos una ingenua carta con una enorme lista de "Quiero que me traigas", y pasábamos contando los días con un aparato que llamábamos "Ya solo faltan".

Y cada mañana nos asomábamos a ver cuantos días faltaban para Navidad.

Pero a medida que se acercaba el día, las horas se nos hacían eternas y pasaban llenas de advertencias de "Si no te portas bien".

Gozábamos las posadas, visitábamos a la familia, íbamos de compras, llenábamos de focos nuestro pino hasta que, por fin, llegaba la anhelada Nochebuena.

La casa se llenaba de alegría y, con la mágica aparición de los regalos, las ilusiones se volvían realidad y, por un momento, olvidábamos el verdadero significado de la Navidad.

Hoy nuevamente llega la Nochebuena y la historia se repite con los hijos, que pasan los días redactando borradores de tiernas cartas con una imaginación sin límites. Piden, piden y piden: juguetes, pelotas, muñecas, "O lo que me quieras traer".

Y mientras a los niños la Navidad los llena de ilusión, a los adultos nos llena de esperanza y nos permite convivir con la familia regalándonos unos a otros cariño y buenos deseos, brindando por nuestros éxitos, apoyándonos unos a otros, apoyándonos en nuestras derrotas y tratando de entendernos.

¡Porque la mejor forma de festejar el nacimiento de Jesús es llamando al que está lejos, olvidando rencores tontos y resentimientos necios... amando y perdonando!

sábado, 2 de enero de 2016

En la Opera.....


        Relato escondido de Alejo Carpentier: 



(Versión original)

Mi mano sobresaltada (*) busca sobre el mármol de la mesa de noche, aquel despertador que está sonando, si acaso muy arriba en el mapa, a miles de kilómetros de distancia. Y necesito de alguna reflexión, echando una larga ojeada a la plaza, entre persianas, para comprender que mi hábito –el de cada mañana, allá– ha sido burlado por el triángulo de un vendedor ambulante. Óyese luego el caramillo de un amolador de tijeras, extrañamente concertado sobre el melismático pregón de un gigante negro que lleva una cesta de calamares en su cabeza. Los árboles mecidos por la brisa tempranera, nievan de blancas pelusas una estatua de prócer que tiene algo de Lord Byron, y algo también de Lamartine, por el modo de presentar una bandera a invisibles amotinados. A lo lejos repican las campanas de una iglesia, con uno de esos ritmos parroquiales, conseguido en el guindarse de las cuerdas, que ignoran carillones eléctricos de las falsas torres góticas de mi país. Mouche, dormida, se ha atravesado en la cama de modo que no queda lugar para mí. A veces, molesta por un calor inhabitual, trata de quitarse la sábana de encima, enredando más las piernas en ella. La miro, largamente, algo resquemado por el chasco de la víspera: aquella crisis de alegría, debida al perfume de un naranjo cercano, que nos alcanzó en este cuarto piso, acabando con los grandes júbilos físicos que yo me hubiera prometido para aquella primera noche de convivencia con ella en un clima nuevo. Yo la había calmado con un somnífero, recurriendo luego a la venda negra para hundir más pronto mi despecho en el sueño. Vuelvo a mirar entre las persianas. Más allá del Palacio de los Gobernadores, con sus columnas clásicas sosteniendo un cornisamento barroco, reconozco la fachada Segundo Imperio del teatro donde anoche, a falta de espectáculos de un color local, nos acogieron, bajo grandes arañas de cristal, los marmóreos drapeados de las Musas custodiadas por los bustos de Meyerbeer, Donizetti, Rossini y Herold. Una escalera con curvas y floreo de rococó en el pasamano nos había conducido a la sala de terciopelos encarnados, con dentículos de oro al borde de los balcones, donde se afinaban los instrumentos de la orquesta, cubiertos por las alborotadas conversaciones de la platea. Todo el mundo parecía conocerse. Las risas se encendían y corrían por los palcos, de cuya penumbra cálida emergían brazos desnudos, manos que ponían en movimiento cosas tan rescatadas del otro siglo como gemelos de nácar, impertinentes, y abanicos de plumas. La carne de los escotes, la atadura de los senos, los hombros, tenían una cierta abundancia muelle y empolvada que invitaba a la evocación del camafeo y del cubrecorsé de encajes. Pensaba divertirme con los ridículos de la ópera que iba a representarse dentro de las grandes tradiciones de la bravura, la coloratura, la floritura. Pero ya se había alzado el telón sobre el jardín del Castillo de Lamermoore, sin que lo desusado de una escenografía de falsas perspectivas, mentideros, y birlibirloques, estuviera aguzando mi ironía. Me sentía dominado, más bien, por un indefinible encanto, hechos de recuerdos imprecisos y de muy remotas y fragmentadas añoranzas. Esa gran rotonda de terciopelo, con sus escotes generosos, el pañuelo de encajes entibiado entre los senos, las cabelleras profundas, el perfume a veces excesivo; ese escenario donde los cantantes perfilaban sus arias con las manos llevadas al corazón, en medio de una portentosa vegetación de telas colgadas; ese complejo de tradiciones, comportamientos, maneras de hacer, imposible ya de remozar en una gran capital moderna, era el mundo mágico del teatro, tal como pudo haberlo conocido mi ardiente y pálida bisabuela, la de ojos a la vez sensuales y velados, toda vestida de raso blanco, del retrato de Madrazo, que tanto me hiciera soñar en mi niñez, antes que mi padre tuviera que vender el óleo en días de penuria. Una tarde en que yo estaba solo en la casa yo había descubierto, en el fondo de un baúl, el libro con cubiertas de marfil y cerradura de plata donde la dama del retrato hubiera llevado su diario de novia. En una página, bajo pétalos de rosa que el tiempo había vuelto de color tabaco, encontré la maravillosa descripción de una Gemma di Vergy cantada en el teatro de La Habana que en todo debía corresponder a lo que contemplaba esa noche. Ya no esperaban afuera los cocheros negros de altas botas y chisteras con escarapela; no se mecerían en el puerto los fanales de las corbetas, ni habría tonadilla en fin de fiesta. Pero eran, en el público, los mismos rostros enrojecidos de gozo ante la función romántica; era la misma desatención ante lo que no cantaban las primeras figuras, y que, apenas salido de páginas muy sabidas, sólo servía de fondo melodioso a un vasto mecanismo de miradas intencionadas, de ojeadas vigilantes, de cuchicheos detrás del abanico, risas ahogadas, noticias que iban y venían, discreteos, desdenes y fintas, juego cuyas reglas me eran desconocidas, pero que yo observaba con envidia de niño dejado fuera de un gran baile de disfraces.

Tatuaje....


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(cuento)

Ednodio Quintero

Cuando su prometido regresó del mar, se casaron. En su viaje a las islas orientales, el marido había aprendido con esmero el arte del tatuaje. La noche misma de la boda, y ante el asombro de su amada, puso en práctica sus habilidades: armado de agujas, tinta china y colorantes vegetales dibujó en el vientre de la mujer un hermoso, enigmático y afilado puñal.
La felicidad de la pareja fue intensa, y como ocurre en esos casos: breve. En el cuerpo del hombre revivió alguna extraña enfermedad contraída en las islas pantanosas del este. Y una tarde, frente al mar, con la mirada perdida en la línea vaga del horizonte, el marino emprendió el ansiado viaje a la eternidad. En la soledad de su aposento, la mujer daba rienda suelta a su llanto, y a ratos, como si en ello encontrase algún consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso puñal.

El dolor fue intenso, y también breve. El otro, hombre de tierra firme, comenzó a rondarla. Ella, al principio esquiva y recatada, fue cediendo terreno. Concertaron una cita. La noche convenida ella lo aguardó desnuda en la penumbra del cuarto. Y en el fragor del combate, el amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal.