Relato escondido de Alejo Carpentier:
(Versión original)
Mi mano sobresaltada (*) busca sobre el
mármol de la mesa de noche, aquel despertador que está sonando, si acaso
muy arriba en el mapa, a miles de kilómetros de distancia. Y necesito
de alguna reflexión, echando una larga ojeada a la plaza, entre
persianas, para comprender que mi hábito –el de cada mañana, allá– ha
sido burlado por el triángulo de un vendedor ambulante. Óyese luego el
caramillo de un amolador de tijeras, extrañamente concertado sobre el
melismático pregón de un gigante negro que lleva una cesta de calamares
en su cabeza. Los árboles mecidos por la brisa tempranera, nievan de
blancas pelusas una estatua de prócer que tiene algo de Lord Byron, y
algo también de Lamartine, por el modo de presentar una bandera a
invisibles amotinados. A lo lejos repican las campanas de una iglesia,
con uno de esos ritmos parroquiales, conseguido en el guindarse de las
cuerdas, que ignoran carillones eléctricos de las falsas torres góticas
de mi país. Mouche, dormida, se ha atravesado en la cama de modo que no
queda lugar para mí. A veces, molesta por un calor inhabitual, trata de
quitarse la sábana de encima, enredando más las piernas en ella. La
miro, largamente, algo resquemado por el chasco de la víspera: aquella
crisis de alegría, debida al perfume de un naranjo cercano, que nos
alcanzó en este cuarto piso, acabando con los grandes júbilos físicos
que yo me hubiera prometido para aquella primera noche de convivencia
con ella en un clima nuevo. Yo la había calmado con un somnífero,
recurriendo luego a la venda negra para hundir más pronto mi despecho en
el sueño. Vuelvo a mirar entre las persianas. Más allá del Palacio de
los Gobernadores, con sus columnas clásicas sosteniendo un cornisamento
barroco, reconozco la fachada Segundo Imperio del teatro donde anoche, a
falta de espectáculos de un color local, nos acogieron, bajo grandes
arañas de cristal, los marmóreos drapeados de las Musas custodiadas por
los bustos de Meyerbeer, Donizetti, Rossini y Herold. Una escalera con
curvas y floreo de rococó en el pasamano nos había conducido a la sala
de terciopelos encarnados, con dentículos de oro al borde de los
balcones, donde se afinaban los instrumentos de la orquesta, cubiertos
por las alborotadas conversaciones de la platea. Todo el mundo parecía
conocerse. Las risas se encendían y corrían por los palcos, de cuya
penumbra cálida emergían brazos desnudos, manos que ponían en movimiento
cosas tan rescatadas del otro siglo como gemelos de nácar,
impertinentes, y abanicos de plumas. La carne de los escotes, la atadura
de los senos, los hombros, tenían una cierta abundancia muelle y
empolvada que invitaba a la evocación del camafeo y del cubrecorsé de
encajes. Pensaba divertirme con los ridículos de la ópera que iba a
representarse dentro de las grandes tradiciones de la bravura, la
coloratura, la floritura. Pero ya se había alzado el telón sobre el
jardín del Castillo de Lamermoore, sin que lo desusado de una
escenografía de falsas perspectivas, mentideros, y birlibirloques,
estuviera aguzando mi ironía. Me sentía dominado, más bien, por un
indefinible encanto, hechos de recuerdos imprecisos y de muy remotas y
fragmentadas añoranzas. Esa gran rotonda de terciopelo, con sus escotes
generosos, el pañuelo de encajes entibiado entre los senos, las
cabelleras profundas, el perfume a veces excesivo; ese escenario donde
los cantantes perfilaban sus arias con las manos llevadas al corazón, en
medio de una portentosa vegetación de telas colgadas; ese complejo de
tradiciones, comportamientos, maneras de hacer, imposible ya de remozar
en una gran capital moderna, era el mundo mágico del teatro, tal como
pudo haberlo conocido mi ardiente y pálida bisabuela, la de ojos a la
vez sensuales y velados, toda vestida de raso blanco, del retrato de
Madrazo, que tanto me hiciera soñar en mi niñez, antes que mi padre
tuviera que vender el óleo en días de penuria. Una tarde en que yo
estaba solo en la casa yo había descubierto, en el fondo de un baúl, el
libro con cubiertas de marfil y cerradura de plata donde la dama del
retrato hubiera llevado su diario de novia. En una página, bajo pétalos
de rosa que el tiempo había vuelto de color tabaco, encontré la
maravillosa descripción de una Gemma di Vergy cantada en el teatro de La
Habana que en todo debía corresponder a lo que contemplaba esa noche.
Ya no esperaban afuera los cocheros negros de altas botas y chisteras
con escarapela; no se mecerían en el puerto los fanales de las corbetas,
ni habría tonadilla en fin de fiesta. Pero eran, en el público, los
mismos rostros enrojecidos de gozo ante la función romántica; era la
misma desatención ante lo que no cantaban las primeras figuras, y que,
apenas salido de páginas muy sabidas, sólo servía de fondo melodioso a
un vasto mecanismo de miradas intencionadas, de ojeadas vigilantes, de
cuchicheos detrás del abanico, risas ahogadas, noticias que iban y
venían, discreteos, desdenes y fintas, juego cuyas reglas me eran
desconocidas, pero que yo observaba con envidia de niño dejado fuera de
un gran baile de disfraces.
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