(cuento)
Ednodio Quintero
Cuando
su prometido regresó del mar, se casaron. En su viaje a las islas
orientales, el marido había aprendido con esmero el arte del tatuaje. La
noche misma de la boda, y ante el asombro de su amada, puso en práctica
sus habilidades: armado de agujas, tinta china y colorantes vegetales
dibujó en el vientre de la mujer un hermoso, enigmático y afilado puñal.
La
felicidad de la pareja fue intensa, y como ocurre en esos casos: breve.
En el cuerpo del hombre revivió alguna extraña enfermedad contraída en
las islas pantanosas del este. Y una tarde, frente al mar, con la mirada
perdida en la línea vaga del horizonte, el marino emprendió el ansiado
viaje a la eternidad. En la soledad de su aposento, la mujer daba rienda
suelta a su llanto, y a ratos, como si en ello encontrase algún
consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso puñal.
El
dolor fue intenso, y también breve. El otro, hombre de tierra firme,
comenzó a rondarla. Ella, al principio esquiva y recatada, fue cediendo
terreno. Concertaron una cita. La noche convenida ella lo aguardó
desnuda en la penumbra del cuarto. Y en el fragor del combate, el
amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima, atravesado por el
puñal.
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