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domingo, 12 de agosto de 2018

Mientras espero...


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Aquí sentada mientras espero que llegue el “ayudante” para que le lleve esta comida a mi hijo, no puedo hacer otra cosa que repasar mi vida y contársela a ustedes, aunque no tengo muy claro para qué. Quizá para desahogarme, para frenar un poco esta rabia que no puedo gritar, porque me harían callar.
Llevo ya dos horas y sé que aún me queda un buen rato. Estas cosas van lentas. Cuando viene Nuri, mi hija, la atienden más rápido, tiene suerte, o lo más seguro es que le haya gustado a alguno de estos policías. Yo ya soy demasiado vieja (demasiado parecida a estas otras tantas mujeres que esperan también aquí, a mi lado, enfrente de mí) para recibir un trato especial. Así que ellas y yo nos limitamos a insistir, una y otra vez, hasta que deciden hacernos caso, por cansancio o aburrimiento o, en ocasiones, cuando conseguimos reunirlos, por los “chelitos” que les ponemos disimuladamente en la mano. Hay veces que nos exigen el dinero sin tapujos y si les decimos que no tenemos nada, nos hacen esperar a propósito, tan jodones, nos ignoran, para que aprendamos que al día siguiente no debemos volver con las manos vacías. Como vine yo hoy, sólo con la comida de Domingo y con una camisa limpia para que se cambie. Ya son diez días los que lleva ahí dentro, el pobre, que no hizo nada, que me lo cogieron siendo inocente.
Sí, ya se que piensan que soy su madre, que qué voy a decir si es mi hijo, que pesa más el corazón que la cabeza. Pero no crean que espero que todos ustedes me comprendan, no, que lo único que quiero es que me escuchen. Ustedes no van a poder hacer nada por cambiar esto, ni yo tampoco lo pretendo, que quede claro. Bien sabe la vida que ya he aprendido a conformarme, a aceptar lo que venga con resignación. Soy pobre, pero no pendeja. Y no rezo cada noche para que mi situación cambie, lo que le pido a Dios es que me de fuerzas para seguir viniendo cada día, para que Domingo no acabe en el olvido como le pasa a la mayoría de los que están igual que él. Que eso es lo triste. Así terminan: en las celdas de esa maldita cárcel, sin posibilidades ya de salir porque nadie se acuerda de ellos, convirtiéndose en uno más, en uno de esos tantos.
...Míralo, ahí viene el “ayudante”, con esa cara de poder, como si no supiera que en realidad es tan desgraciado como yo...
Ya sabía que no me iba a hacer caso, pero tenía que intentarlo. Lo malo es que está anocheciendo y no dejé la cena preparada. Menos mal que Nuri se hará cargo. Que se está portando muy bien esa hija mía del alma a la que no supe encaminar. Ya me la puedo imaginar a ella dentro de diez años en este mismo lugar, sentada aquí donde yo estoy, trayéndole comida a uno de sus ahora pequeños. Porque la vida da vueltas y se repite. No quiero decir con ello que mi madre, que Dios la tenga en su gloria, se encontrara algún día en esta situación (no, eran otros tiempos, entonces no te metían en la cárcel, directamente te hacían desaparecer). Pero que alguien me explique si no cómo es posible que a ella la abandonara mi padre, que a mí me terminara dejando el que nunca llegó a ser legalmente mi marido (porque ya estaba casada con otra) y que el condenado ese que dejó preñada por tres veces a la Nuri desapareciera con la última barriga.
Mi pobre Nuri... No supe evitar que pasara por lo mismo que yo. Me quedé sola cuando los muchachos estaban en la edad más difícil, y entre el trabajo y la casa se me escapó. Por ser la más grande y hembra dejó de estudiar para ayudarme con los pequeños... Sí, qué bien lo veo ahora, de lejos, cómo se repetía la historia, pero entonces no fui consciente. Lo normal era que una chica ayudase a su madre en la casa. Y ahora ya no sabe, no puede hacer otra cosa.
Ni siquiera ha encontrado a un hombre que la trate mejor. En eso yo tuve más suerte. Ya grandes los muchachos apareció Francisco. A la Nuri no le hizo mucha gracia, al fin y al cabo era la que más se acordaba de su padre y de lo que me hizo sufrir. Pero Francisco es bueno. No soy la única, eso lo sé y lo acepto, no estamos ya para poner condiciones, pero me trata bien, trae dinero a casa y se porta con los muchachos, aunque no sean hijos suyos. Y las comadres por fin me dejaron en paz. “Que se te va a pasar el tiempo y la edad no perdona”, “que luego, con arrugas, ya no te va a querer nadie”, “que un macho es necesario en una casa”, “que no puedes quedarte sola”. Qué pesadas se pusieron.
...Bueno, ahí viene otra vez con su misma cara. A ver si ahora tengo más suerte...
Creo que me vuelvo a casa con la comida. Hoy ese desalmado tiene el día torcido, seguro que ha quedado con la novia después del trabajo y le querrá brindar unas cervezas, por eso no da el brazo a torcer. Como que no le hubiera dado yo el dinero si lo tuviera, con tal de que mi Domingo comiera caliente...
Me cuesta entender a estos desdichados. No paro de preguntarme si no tendrán madre, si no sentirán un mínimo de respeto, de compasión, por unas mujeres mayores que lo único que hacen es preocuparse por sus hijos. Qué malo es eso de creerse con autoridad. En realidad ellos no son más que unos pobres desgraciados, pero tienen fuerza ante nosotras, pueden jodernos la vida y lo hacen.
Yo me he esforzado por conseguir que mis hijos sean unos buenos muchachos, y lo he logrado, por eso digo que Domingo no se merece estar ahí dentro. Él nunca ha dado problemas, consiguió su trabajo en la fábrica, incluso participa en alguna actividad de la parroquia. Cierto que se toma su cerveza de vez en cuando, pero ni siquiera toca el ron, y a las dos novias que ha tenido las ha tratado con respeto. Pero tuvo que pasar por el puente en el peor momento. Mira que se lo advertí tantas veces: “Hijo, da el rodeo, aunque sea más largo el camino, evita el puente, que todos sabemos lo que se mueve allí”. Y le pilló la redada. Lo metieron con los demás en la furgoneta y para acá que se lo trajeron. No le encontraron nada, pero tampoco lo sueltan. No me pidan que les explique porqué. Aquí no hay motivo, simplemente las cosas pasan. Y digo aquí, porque me han contado que existen otros lugares en los que no ocurre esto. Yo no hago caso a habladurías, pero la gente sí se lo cree e incluso se va a buscarlo. Así alimentan a los tiburones, porque muchos no llegan, se quedan en el camino, se los traga ese mar traicionero. Como le pasó al hijo de la comadre María. La acompañé a que reconociera el cuerpo, si es que aquello podía llamarse cuerpo. Dios mío, no fui capaz de ver en esa masa de carne al Roque, al pequeño Roque que creció junto a Domingo y se dejó llenar la cabeza de sueños. La comadre sí lo reconoció, o al menos es lo que quiso creer, porque así pudo darle un entierro. Les parecerá tonto, pero consuela tener una tumba a la que visitar y llevar flores.
A mí me cuesta pensar que allí, en la otra orilla, hay algo mejor que esto. Quizá si lo viera con mis propios ojos… Pero no piensen que sería capaz de arriesgar la vida por ello. Mi sueño no es dejar mi país. Al fin y al cabo no se vive tan mal. Si la gente aprendiera a conformarse y a vivir en paz: comer, comemos todos los días, y un techo no nos falta. ¿Para qué más?
..Mira qué bien, se va el mamarracho ese, a ver si tengo más suerte con el que entre...
¿Ven porque no me quejo? Dios acaba sonriéndome siempre: el que ha entrado es ése al que llamamos “pequeño buena persona”.
“No se preocupe mi doña, que yo se lo hago llegar”, me ha dicho al coger la comida y la camisa. Ojalá y hubiera alguno más como él. Ahora ya puedo irme tranquila, andando, a pesar de que es un paseo largo, porque ni dos pesos llevo para la guagua, pero así me da tiempo para ser agradecida. Y a ustedes les dejo en paz. Alégrense por mí y no le den mente a todas las tonterías que dice una vieja cuando el cansancio le amenaza.
...Es más tarde de lo que me creía. Está oscuro. Espero que la vida me siga favoreciendo y me proteja en el camino que me queda por delante...


Monologo...


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Y aquí ando de nuevo muy, pero muy jodido entre ramales. Veo angustias acostumbradas en el polvo de esta calle mía, terca y torpe, golpeando las puntas del pasto verde torturado. No he nacido en las costillas blandas de la montaña que piso. Yo más bien, solía recordar a mi madre, como dulce prodigio, como tierra sepia. En el ocaso, siempre caminábamos juntos hacia el mar, ella y yo hacia el cielo azul. Las gigantes olas de las aguas del origen iban y venían en el vaivén de este mi planeta, mi pequeño y turbio mundo. Ahora, sólo cordilleras tengo a los lados, caminos y riachuelos cortados, casitas como miles de cajas, ladronzuelos y matones, negociantes hijoeputas, entre otras alimañas. Así es la vida, como buen acertijo de dioses imprudentes del trópico. ¡Ah, bueno claro! También he vivido al lado del oasis. Ofelia, ha sido mi mujer. Unas hermosas lunas bajo su cuello, la selva de almíbar cerca del ombligo, y atrás un gran sol doble, protegiendo su figura toda. En su centro, el lugar del inicio, donde viven los seres, su vientre de agua pura. De allí salieron niños, mis propios hijos. Unos ya en el cementerio, bajo crisantemos y cruces. Otros, labrando la aurora, sin pasta, ni ropa, tan jodidos, locos y sin modales como su padre. ¡Vaya herencia coño! De todos modos, no me quejo así no más, sé que exista el sitio a donde voy. Sobre el fogón del hogar del patrón, escupí. Pasé noches en el mismo infierno, peleando contra molinos y rapiñas. Las balas iban y venían también con la vida, la cárcel, y un desierto sin migas de pan caliente. Las golondrinas a veces huyen, yo no. La mujer de mi vida apretaba el gatillo en su mente, sola y ausente, quería morir. Triste sufría por la enfermedad de nuestro pequeño. Luego murieron ambos. Signos de interrogación había en el cuerpo de mi niño, un tumor maligno reía tras el costado de un ángel. Debo ahora recordar, las buenas cosas de esta flor de la vida. Con la muerte del pequeño, encontré una vida más, renací pues. Dejé la extraña manía de maldecir a los muy cabrones, que también maldecían sus vidas. Habían siempre muchos infelices y pobres, intentando joderse unos a otros como siempre. Ahora los bendigo. El asesino a veces sabe más de amor perdido, que otra cosa. Un tipo abandonado se vuelve quizás un absurdo corazón, sin tiernos deseos. ¿Será huérfano de la belleza? Alejado del afecto y lanzado contra la nada. En mi calle parece haber enemigos pero saben, si pienso bien, no es del todo así. En un huerto, juntos hacíamos algo común, glorioso encuentro de manos. Se juntaban las dudas, los cuentos y todo florecía, la mujer del vecino traía un trozo de algo para comer. Y hasta los pedacitos, se compartían en el edén donde nada había. Parecían familiares hermanos de alguna placenta quienes siempre conspiraban y peleaban. Esos días, no hubo guerras, mezquinos impulsos, ni rabia. A veces, no sabemos enterrar la ira y buscar la aurora entre todos. Para varios de nosotros, podría ser más fácil iluminarnos, la aurora se asoma apenas, ¡Coño, pero casi no la vemos! Debemos aprenderlo ahora. Hay ritos donde somos hermandad, se muestra la hermosura, el amor, pero a veces se esfuma. En mi historia, tengo unos hijos vivos, igual jodidos, igual hermosos. Tengo una casita de latas y pedazos de piedra, cartón, madera. Llueve y entra un río. Nosotros ponemos el calor, la alegría. Nada nos distrae de vivir la vida rodante. Ella no se detiene, sólo avanza a pasos medianos. Vienen tormentas, pleitos, coñazos con el poder, vainas con la injusta bregadera del absurdo, pero ahí vamos, lentos y alegres en la aurora. A pesar de todo, nada nos distrae, nada nos tumba el porvenir de levantarnos recios. Acá a mi lado, sigue Ofelia, el mar de mi madre vive ahora en mí. Su agua me acobija, y mis hijos son miles y miles. Mi clan es mayor, ya no es de sangre, es de espíritu. Cada noche el rancho suena como el mar de mi madre. El oleaje va y viene como destino simple, como belleza y elixir de vida. Ofelia ya no vuela, duerme en la sombra de las alegres casas malhechas, el río casi seco que resiste, y las gentes. No pido más.

De cara al sol...


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Cabalgarás a contra orden en primera línea. Te llamará el peligro, la osadía, los deseos, la luz eterna. Caerás del caballo, por un golpe extraño, desconocido hasta ahora. Quedarás boca arriba, de cara al sol. Te sentirás convertido en otros pero siendo siempre tú. Cuando repares en el sol, cuando sientas sus rayos en el rostro, intentarás regalarle una sonrisa. Sentirás un breve dolor, un agudo dolor, un sonoro dolor, penetrando como ráfaga en tu carne. Sabrás que eres tú ese mismo que asalta el cuartel Moncada; que eres tú ese que reprime el grito cuando le arrancan los ojos. Te verás viajando a otro país, en casas de seguridad, buscando armas, haciendo preparativos para la libertad. Sentirás el necesario temor cuando desembarcando en tu patria los reciban las balas del tirano deshaciendo casi por completo la expedición, será, apenas, tu sentido de la orientación el que te salve. El calor y la humead de la sierra no te dejarán en paz, las botas estarán pesadas, el fango te llegará hasta el pecho. La sed, la maldita sed, te secará la boca pero no te impedirá saborear la victoria con los tuyos cuando declares que se han ganado el derecho de empezar. Te llenarás de heroísmo los pulmones en Girón. Aunque la disnea te impida respirar y sientas esas contracciones en el torso, tus sueños te llevarán hasta Bolivia. Sentirás lo quemante de una bala en tu pierna, escupirás a un oficial que querrá humillarte, quedarás, después, inmóvil, como en un sueño, sin sentir pero sintiendo, con tu rostro angelical. Llorarás cuando la muerte te bese las barbas y el asma. Te ahogara el calor, ni siquiera las palmas frescas te aliviarán. Todo es un segundo, todo te parecerá una eternidad. Acostado, mirando el cielo, descubrirás verdades en él y en las hojas de los árboles. Escucharás, a la distancia, la entrada de los tanques en Moneda, los disparos, las injurias, el último mensaje de un buen hombre; te llenarán de escupitajos, serás muerto nuevamente en el estadio, junto a otros miles. El sudor recorrerá tu frente, querrás gritar y levantarte, andar en el caballo, cabalgar al infinito, ahogar las penas y la angustia, terminar con la tortura, querrás matar para poder vivir. Serás desaparecido, te buscarán las abuelas, las Madres de Plaza de Mayo, reirás de tan feliz cuando te encuentren. Llorarás inexorablemente. La vista se te irá nublando, poco a poco, sin oportunidad de nada más. Se extinguirá el aire por más que intentes aspirarlo. Todos los dolores de tu tierra se posarán en tu pecho, en tu pierna, en tus brazos, en tus ojos, en tu angustia, en tu ausencia. Sentirás como las fauces de la bestia en que viviste casi se tragan a ese pedazo del mundo, a esa isla hermosa. Sentirás que vuelves a nacer, a vivir, a pelear, a ganar, aunque ya casi no respires, aunque la vista se te nuble.

El calor, la sed, el cansancio, se extinguirán, no tendrás más dolor, ni nada. Tus músculos quedarán relajados debajo del uniforme guerrillero que con tanto ahínco y sacrificio te ganaste; quedarán la levita y las antiparras en tu mochila inseparable junto a tu confidente diario de campaña. La sangre brotará de ese orificio hecho por la bala, regará la tierra, le dará vida. Todo se oscurecerá. Caerá el fusil acompañándote, dormirá a tu costado izquierdo. Sabrás que el mundo se te acaba. Que la oscuridad te irá bebiendo. Que la tierra te reclama para ser semilla. Mirarás al infinito, en él observarás lo que soñaste, lo que peleaste. Verás a los tuyos rompiendo las cadenas. Escucharás a Venezuela gritando “yanquis de mierda”; a la indígena Bolivia levantarse, llenarse de júbilo y verdad; a Ecuador decidiendo su destino. Tus ojos mirarán a la América mestiza siendo ella, libre, independiente, soberana.

Nadie, José, nadie entenderá porque ahora que la bala te está matando, se te dibuja una sonrisa. Nadie, Martí, nadie, entenderá porque te vas alegre, pese a todo. Nadie, José, nadie, entenderá porque te vas sereno, hermoso. Nadie entenderá que mueres para empezar a vivir eternamente con los pobres de la tierra. Nadie entenderá que te vas contento porque desde Dos Ríos, a instantes de la muerte, tú José, tú Martí, sabías que seríamos para siempre libres. Por eso, tú, José Martí, exhalas, este 19 de mayo de 1895, el último y contento aliento, de cara al sol como soñaste.

jueves, 1 de marzo de 2018

La Yegua.....


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Ana María lleva veinte años casada y seguía enamorada de su marido. Por supuesto, hoy ya no eran un par de lirios, mermada la lozanía, el vigor y la potencia. Pero ella siempre decía que deseaba envejecer junto a Víctor y veía el deterioro como una fase más, insalvable, inevitable, inexorable. Le gustaba decirle por teléfono a su amiga Barbará estas palabras comenzadas en in, las sentía potentes y seguras de sí mismas. Apuntaba a la ternura como reemplazo del deseo y soñaba con escenas pertinentes, ambos abrazados en la cama matrimonial viendo una película en DVD o cruzando, protector él, la calle de la mano en alguna ciudad distinta, de las muchas que aun deseaban conocer. Si se empeñaba, la vejez les traería una dulzura desconocida y reconfortante. Aun así, por su puesto, no se resignaba al paso de los años. Su apariencia había derivado en su mayor ocupación, bien sabia que Víctor era un hombre guapo y no le pasaban inadvertidas sus ocasionales tendencias a actuar como un seductor. ¿Ocasionales?, le pregunto una vez Barbará por teléfono y ella se alarmo, luego se enojo y no llamo a su amiga por una semana. Ana María ejercitaba su cuerpo con disciplina. Practicaba la equitación en su parcela al lado de la ciudad, Baby- la yegua – era, después de su marido y sus hijos, lo más cercano a su corazón. Asistirá cuatro veces a la semana al gimnasio, se privaba de la grasa y los dulces y llevaba una cuidadosa contabilidad de las calorías diarias que ingería. Además, se hacía masajes tanto reductivos como de relajación y nunca faltaba a la cita con el peluquero que incluía la tintura de las canas, el corte, la pedicura y la manicura. A veces se agotaba consigo misma y la embargaba la tentación de dejarse estar, entregarse por fin a vivir la edad que tenia. Después de todo, si era una opción para otras mujeres, ¿Por qué no para ella? Pero prefería tentación, y se decía con paciencia, vamos Ana María, no todas tienen maridos apuestos como el tuyo, eso impone obligaciones. Y luego agregaba, severa, ¿Cómo resistir el asedio de las mujeres jóvenes si no peleo contra la decadencia? Las mujeres jóvenes era la nomenclatura para todo objetivo donde se posaran los ojos de Víctor, todo foco que no fuese ella. Era el fantasma, el miedo, el mal. ¡Como las aborrecía! Trataba de convencerse de que eran todas tontas, superfluas, incultas. Había llegado a formular una regla aritmética: a mas culo y mas busto, menor coeficiente intelectual. Así se calmaba. También penando en los hijos y en lo hogareño que era Víctor, en como gozaba de la vida en común, de la casa tan bonita y tan cara-, del asado del día domingo en el jardín, de los hijos con sus novias, de la perfecta disposición de alguna mano mágica para su bien vivir. Todo aquello parecía imposible con una mujer joven. Y sin embargo, la idea de ser abandonada era su peor pesadilla. El fracaso es como la peste, se decía, huele mal, aleja, hace huir a los demás. Nadie se siente cómodo al lado de un al fracasado. Al principio te consuelan, luego escapan, ya lo sabía ella, lo había hecho tantas veces. A Ana María le complacía sobremanera su vida en la cama. Volvía a enamorase de su marido con cada orgasmo, atestiguar la lujuria en sus ojos le confirmaba ser objeto de su amor. (Además, le parecía importante sentir la recompensa luego de tanto esfuerzo.) A veces, en muy raras ocasiones, se pregunto si era el sexo lo que de verdad le gustaba o si era Víctor comprometido en el sexo con ella. Se consolaba serenamente con que el tiempo era largo, hoy en día se podía hacer el amor eternamente, y de paso daba gracias a los científicos por haber inventado esa píldora azul, para el día en que resultase necesaria. Y el día llego, antes de lo pensado. Un pequeño tumor en la próstata si hay que extirparlo, nada del otro mundo. Así aseguro el doctor y Ana María como una de las mujeres jóvenes, insinuó que para eso estaban ellas. Ana maría la hizo callar con una sola de aquellas miradas que guardaba par las enemigas. Como buena esposa abnegada, dejaba la clínica de noche, poco después de que la impertinente enfermera empezara su turno, se iba a dormir a casa y volvía prontamente, a las nueve de la mañana, para instalarse al lado de su marido y comprobar el pulso, la fiebre, la presión, los medicamentos. Relájate, mi amor, le decía él, estoy estupendamente bien. Víctor volvió a casa sano y salvo. Pasaron varios días y Ana María pensó que, junto con la mejoría de su marido ya le correspondía obtener la recompensa a la que aspiraba: la lujuria en sus ojos. Pero no la encontró. Dejo pasar más días y temía perder su paciencia, tan estudiada por que la siempre se le confundía con la dignidad. Ensayo lo conocido, esa camisa de dormir negra escotada, la película francesa levemente erótica, la copa de buen vino en la cama, los susurros al oído. Nada. Pensó si seria aun pronto, que toda operación deja sus secuelas, y postergo el intento. Pero siguieron pasando los días y nada parecía encender a su mirado. La inquietud empezó a invadirla. ¿Andará con otra, Barbará?, dime, ¿Qué crees tú? Al teléfono era capaz de desahogarse y de pedir ayuda. En persona, Barbará no le gustaba mucho, la prefería a través de la línea. Además, cuando se juntaban a almorzar, a su amiga le daba por quejarse de sus problemas económicos y Ana María le daba vergüenza no ser pobre. Habla con él. Así de rotundo fue el consejo de Barbará. Y lo hizo. Víctor, como todo marido, detestaba las conversaciones personales sobre la situación de la pareja, pero esta vez se allano a hablar, con una receptividad poco común en el. Y lo que le dijo fue que la libido se le había esfumado, que él no podía entender que había sucedido, pero que el pequeño tumor en la próstata se la había llevado. No es un tema de performance solamente, Ana María, es más grave…El sexo no me interesa, como si me hubieran operado el cerebro. Ana María escucho estupefacta. Acordaron que Víctor visitara a un especialista. Pero esa noche, mientras el roncaba a su lado, ella sintió una pequeña brisa fresca en el pecho que le pareció tan extraña que opto por ignorarla. Cuando al día siguiente debía madrugar para asistir a su hora de gimnasio decidió quedarse en cama, se pego al cuerpo tan amado de su marido y se dijo, que tanto, hoy no iré, y durmió una hora más a su lado, tibia y contenta. De repente, ese cuerpo le resulto un cuerpo que no la desafiaba. Decidió pasar el día en la parcela montando a Baby, volcar sobre ella su vigor, y tocarla. Siempre reluciente ese pelaje casi rojo, brillante como la cascara de una castaña, caliente el hocico que hurgaba su mano en busca de un trozo de azúcar. Perfecta Baby, por eso le gustaba tanto. Pero pasado un corto tiempo no pudo ignorar las sensaciones que la asaltaban. Fueron tres sus reacciones, una tras otra. La primera: debo ser una buena esposa, prometí estar a su lado en las buenas y en las malas, me corresponde la comprensión. Es como cuando los maridos vuelven de la guerra, se dijo, claro que el quiste en la próstata fue una pequeña batalla, pero las mujeres decentes los apoyan hasta el final. La segunda: tengo tanta rabia, me enfurece todo este asunto, y no veo que este agitándose con doctores ni recuperaciones, ¿Qué se cree, que la impotencia es gratis y no tiene consecuencias?, ¿Qué es esto de ser la pareja de un hombre sin deseo? La tercera: Es que, ¿sabe, Barbará?, ya no pienso las veinticuatro horas del día en las mujeres jóvenes. La falta de libido también corre para ellas, quizás esta sea la gran solución. Pero, Ana Mari ¿no se supone que a ti te gusta el sexo? Si pero más me gusta la fidelidad, respondió con voz segura, percatándose en ese mismo instante que acababa de hacer aflorar una verdad que desconocía. Y, de súbito, algo muy gratificante la envolvió, como un abrigo de alpaca en una noche helada: sintió que por fin ella manejaba la situación. A un marido imponente se le controla. Pisaba tierra firme. Empezó a gozar de un nuevo estatus. Y a engrandecerlo. No es el cambio el que de verdad duele, se dijo, es la resistencia a él. Y se sintió iluminada, como un monje de Tíbet que encuentra la armonía en el fluir. Tomo el diccionario de la Real Academia y busco la palabra celibato y castidad. No le acomodaron las definiciones y prefirió otras más elocuentes: resignación, sublimación y, continuando con ese sonido que le gusto, liberación. Te cuento, Barbará, que me puse a ordenar el closet. Cuando llegué al cajón donde guardo las camisas de satín y metiéndolos al fondo, donde ni los veo. ¡Bien venido el cómodo y anticuado pijama de franela! Pero, Ana María, ándate con cuidado, ¿y si el tratamiento le devuelve la energía sexual y te encuentra vestida en la cama como tu abuela? Que tratamiento ni que nada, la libido es o no es, como la fe. Acuérdate que no es la erección el problema. Y dime tú, ¿Quién puede inventarte ganas que no tienes? El punto, Barbará, es que no es culpa mía. ¡Que alivio! Siempre al teléfono, sin reconocerle a nadie que Barbará le aburría frente a frente, le explico su eterno terror a la invisibilidad. Aquello si la asustaba porque entonces sí, Víctor podía dejarla por otra. La vida de Ana María empezó a cambiar. Cada viaje que Víctor hacia por razones de trabajo dejo de ser una amenaza, una espina en su ego, ya no había nada que temer de esta especie de hermano tendido a su lado, tierno como una canción infantil. El insistente seductor dormía. Recordó a su madre afirmando, a propósito de la decadencia de un tío a quien le gustaba jugar en el casino más de la cuenta: no se reformo; simplemente se quedo sin energías. Las mujeres jóvenes dejaron de repelarle. La vida en el hogar tomaba caracteres de largo plazo, solida y ya moldeada como un jarrón de hierro de alguna cultura antigua, el no se escaparía en puntillas ante la insistencia de la otra. El esfuerzo desafortunado por mantenerse joven fue cediendo poco a poco, la desnudez no parecía relevante, ¿para que tanto trabajo y desvelo? Tener un amante para suplir las carencias de su esposo no entraba en sus planes. Barbará se lo había sugerido pero su rechazo fue inmediato y pertinaz. No necesitaba un amante, no necesitaba el sexo, ya había tenido la cantidad suficiente, ahora disfrutaba de conceptos a sus ojos más confiables que el deseo. La serenidad. La seguridad. Sus hijos notaron ese cambio. Y les gusto. Antes había puesto toda su energía en maquinas, manos ajenas, diuréticos, productos magros, litros de agua, bisturís, convirtiendo su cuerpo en templo inaccesible que tendía a encerrarse en sí mismo y en privado, a curvarse en la sombra como un cachorro asustado. Víctor estaba de viaje. Ana María decidió hacerse el tarot. Su reciente equilibrio merecía ser validado. Soñó con cartas amables y lecturas apaciguadas. La misma Barbará le dio el dato y la dirección. Partió a un barrio que nunca visitaba, uno de esos que explican los siete millones de habitantes que le asignan a la ciudad. Se preparo meticulosamente para no perderse, hasta le pidió uno de sus hijos que se lo mostrara en el mapa de Google. Salió de su casa con anticipación, no debía llegar tarde a esa cita que le habría costado tanto conseguir. Disfruto mucho de la visita tan cercana de la cordillera nevada que la distraía al voltear el rostro a la izquierda del volante esa mañana clara de final de otoño. Mientras conducía hacia el oeste pensó en cuan reducido era su diario recorrido, su propia mirada urbana, y se prometió a sí misma, con optimismo, que lo remediaría. La gente como yo vive con ciertas orejas, se dijo con severidad, juzgando que aquello no podía ser positivo. Al llegar al lugar indicando miro su reloj de pulsera y comprendió que estaba adelantada. Pensó que las mujeres que trabajaban nunca aparecían antes de la hora a sus compromisos. Quince minutos. Bueno, escuchare la radio, se dijo, para que iba abandonar el auto, se sentía tibia y cómoda en aquel encierro. En ese instante sonó su teléfono celular. Demoro en encontrarlo adentro del amplio bolso de cuero y el sonido le pareció chillón y estridente en medio de esa calma. ¡Mama ¡ Se escapo Baby! Era su hija menor llamando desde la parcela. ¿Que dices? Te juro que es cierto, mama, se escapo del establo y no la han encontrado. ¿Cómo puede haberse escapado, es que no tiene puerta el establo?, la voz de Ana María conteniendo la ira. Dio las instrucciones del caso. Sintió tan estéril la llamada de su hija, como si ella pudiese hacer algo desde la ciudad frente a una yegua que se escapa, minutos antes de entrar a verse el tarot. Pero no era una yegua cualquiera, era su Baby, estaba bien, decidió, intuyendo la existencia de una cierta seguridad deformada en el dolor conocido. Y esto le parecía demasiado nuevo. Para apurar los minutos que faltaban, concentro la vista en las casas de la vereda del frente. Eran edificios modestos pero dignos, todos muy parecidos entre ellos, pareados, sus fachadas de cemento pintadas de un blanco antiguo y mortecino, los pequeños ante patios limpios y bien barridos, las cortinas aunque con mínima prestancia colgaban como Dios manda. Se imagino cocinas pequeñas, probablemente con demasiado olor a comida y un poco desordenadas pero acogedoras. Los dormitorios deben ahogar por su tamaño y los baños deben tener linóleo en vez de cerámicas, pero estarán ventilados y el aseo será fácil. Recordó que alguna vez quiso estudiar arquitectura. Distraída diviso a cierta distancia una figura que le resaltaba vagamente familiar. Pero si no conozco a nadie de esta parte de la ciudad, le reprendió a su imaginación. Sin embargo, a medida que se acercaba, reconoció aquella enfermera impertinente de la clínica donde habían operado a Víctor. Una de las tantas mujeres jóvenes que la torturaban en su antigua existencia. Que extraño volver a verla, se dijo Ana María. Debe vivir por aquí, que buen ojo tengo, la reconocí aun sin el uniforme. Es bastante bonita, aunque eso ya lo pensé cuando la vi en el hospital, no niego que me cayó mal de inmediato. Todo esto se dijo Ana María mientras la mujer en la vereda del frente se detenía un instante, dejaba la bolsa de pan que traía en una de sus mano sobre la reja de un jardín y con la otra mano trajinaba la cartera, buscando las llaves, supuso Ana María. Miro bien el número de la casa, no no era al que ella se dirigía, no era el lugar del tarot, por suerte. Y antes que la enfermera consiguiera encontrar la llave, la puerta de su supuesta casa se abrió. Un hombre mayor, calzando zapatillas de levantarse y enfundado en una bata, alto, macizo y con el pelo claro, un hombre guapo, la llamo. ¡Mi amor! Al levantar ella la cara, se suavizo su expresión y en un instante corría a sus brazos. Ana María demoro unos segundos en reconocer al hombre que llamaba a la enfermera. Apenas lo que tarda una mente para caer en cuenta de la realidad. A lo lejos creyó escuchar el relincho de una yegua.

Bienvenida al año 2018

"40">Muchas Bendiciones Para el año 2018